Tres casas

Garzón735

Conocí de cerca a mujeres que vivían en cuarentena permanente. Algunas por viejas, tal vez, pero todas habían sido confinadas por los hombres de la familia.

Vivían en las tres casas frente a la mía, en viviendas que presentaban otra característica común además del encierro de sus mujeres: pertenecían a familias de estancieros.

A las tres se accedía por una pequeña escalinata y adentro la disposición similar de sus habitaciones resultaba asombrosa. En cuanto a dimensiones y calidad arquitectónica diferían por completo.

Mirando la más grande —una casa pretenciosa en cuanto al volumen pero con fachada de ladrillo común, de un rojo sucio muy diferente al ladrillo vista—
se notaba el origen social de sus dueños. Dos balcones y una puerta alta y pesada eran las dos aberturas de la fachada, pero solo se abría la puerta de acceso. Jamás se asomaba nadie a los balcones y nunca vi sábanas ventilándose. La casa olía a encierro.

Conocí a esos vecinos cuando ya el pater familias no vivía y sus herederos habían vendido el campo. Se instalaron en la ciudad la señora y sus dos hijos, veteranos y solteros. Vivían literalmente encerrados. Él único que se mostraba cada tanto era Pocholo, un flaco encorvado, de pelo lacio y engominado y poblados bigotes negros. Salía a fumar a la puerta y era el que hacía los mandados.

Doña Nena era una vieja rechoncha, de andar pesado. Ocupaba el dormitorio principal, al frente, y apenas se desplazaba algunos metros dentro de la enorme casa. Tal vez no le gustaban los niños, porque jamás nos dirigía la palabra.

La otra habitación con balcón al frente era el comedor, con buenos muebles de roble jamás usados porque la rutina familiar se desarrollaba al fondo. Una galería ancha, con alero y columnas, se enfrentaba a las habitaciones de los hijos, a la cocina y a un baño. Allí transcurría la vida de los hermanos, junto a un loro enjaulado y algunas desprolijas latas con plantas.

Para no extrañar el campo habían dejado que creciera pasto alto, arbustos y maleza en toda la extensión de un amplio patio a un nivel inferior, a continuación de la entrada de garaje y esa era la única vista desde la galería. Más de una vez me cuidé de no llegar hasta el borde por temor a terminar en la selva. De niña me quedaba allí mirando al loro y esperando que María Teresa —la otra mujer oculta de la casa— me entregara alguna prenda que llevábamos cada tanto para ser arreglada.

Doña Nena y sus hijos jamás se visitaban con sus vecinos de al lado. Tanto ellos como los otros permanecían aislados en su parcela, como cuando vivían en el campo. El «distanciamiento social» era tan profundo que vivir en la ciudad no pudo aportarles una experiencia de vida diferente.

* * * * * *

Pero por suerte en la casa de al lado había una niña de la misma edad que yo. De modo que tuve la oportunidad de cruzar siempre que quisiera, de jugar allí y de curiosear sus ambientes. Una señora muy anciana, la dueña de casa (Clementina); un hijo veterano y soltero, desocupado (Casildo) y una nieta huérfana de madre (Marita) formaban el trío de vecinos.

Para esta niña los Reyes no eran los padres, ni la abuela ni el tío. Eran las madres vecinas. Estos estancieros todavía tenían campo y de él se ocupaba el padre de Marita, pero a mí me parecía que nunca tenían plata.

Avanzando desde el frente, mientras atravesaba las habitaciones de tres puertas (las que unían una pieza con la siguiente y otra hacia la galería) ya podía sentir el olor a guiso que venía de la cocina. Bien al fondo, ese era el lugar donde Clementina pasaba su cuarentena.

Sigo recordando cada tanto a mi amiga de la infancia. Y también a su tío, quien nos daba cuadernos para que dibujáramos. Me gustaban unos de tapa dura ya usados antes, donde alguien de muy buena caligrafía había hecho anotaciones diarias de todo lo que pasaba en el campo hacía mucho tiempo: hora de salida del sol, hora del crepúsculo, cantidad de lluvia caída y algún otro evento o recordatorio de interés agropecuario.

A ese tío desocupado le gustaba dibujar y colorear. No creaba nada sino que copiaba láminas de pájaros a la perfección. En el cuaderno diario apareció una vez un cardenal de su autoría, con gran riqueza de colores en el plumaje.

En esta casa reinaba el patriarcado y todos habían sido marcados por aquel lugar sin luz ni teléfono ni entretenimientos —como había sido el campo hasta entonces— donde la mujer debía ser fuerte y conformarse con pocas opciones para actuar y sentir. El padre de mi amiga solo venía una vez al año a la ciudad. Yo me preguntaba entonces si solo en esa oportunidad llegaba el dinero para que sobrevivieran mis vecinos.

Pero bueno, estábamos en la ciudad donde había luz eléctrica. De manera que un día —ya en la adolescencia— mi amiga logró enternecer a la abuela para que le comprara un pequeño tocadiscos. Al comienzo solo tuvo un disco y lo escuchaba una y otra vez a todo volumen. Había puesto el equipo en la galería que quedaba bien visible desde mi casa cuando los vecinos dejaban abierta la puerta de calle. Porque estos paisanos vivían en cuarentena, pero con la puerta y las ventanas bien abiertas.

«Viejo, mi querido viejo…» es la última imagen sonora que me quedó de Marita al mudarme al sur.

* * * * * *

Dejo para el final la casa más amigable, la de entrañables mujeres con quienes nunca perdí contacto. En algún momento se decidió que la familia viviera en la ciudad y el padre en el campo y así se repitió el esquema de los otros vecinos: la señora se queda en casa a cuidar de los hijos, no sale nunca a la calle y puertas adentro construye su hogar. Y este era mantenido por alguien que aparecía cada tanto en un vehículo poderoso y sucio.

El señor pasaba meses sin venir a la ciudad. La estancia quedaba lejos, el basalto era despiadado con los neumáticos y la nafta cara. Igual, los hijos tenían a la madre. Y esta era una madraza, tanto con sus cuatro niños como con las dos de enfrente.

Irma era una gran cocinera y coleccionista de libritos Royal. Esperaba con expectativa el próximo ejemplar, mientras probaba recetas e iba repartiendo exquisiteces y cariño. Y el día del pan casero era una fiesta: cortaba trozos de su masa suave para que cada uno hiciera su propia versión de muñecos y animalitos que luego daba pena comerlos.

Que su mesa estuviera bien provista dependía no solo de ella sino también de sus hijas. Eran tres para hacer los mandados.

Por qué nunca salía a la calle esta amorosa mujer es algo que todavía me pregunto. Tal vez decidió replegarse el día en que el señor de la camioneta polvorienta eligió quedarse a vivir con su otra familia del campo, con su otra mujer y sus otros hijos.

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Una respuesta a Tres casas

  1. Todo un relato. Muy disfrutable, aunque no sea tu hermana!

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